Todos estos planteamientos son muy utópicos. En la sociedad en que vivimos es sencillamente imposible. Hay que ser realistas, vivir en el mundo. Lo profético es poco realista.
«Seamos realistas ¡pidamos lo imposible!», repetían los jóvenes europeos en mayo de 1968. Y en un sentido parecido se decía también: «lo conseguimos porque no sabíamos que era imposible».
¿Era utópico plantear el voto para las mujeres, la independencia pacífica de la India, la abolición de las leyes discriminatorias raciales en EE.UU o el desmantelamiento del régimen de apartheid en Sudáfrica? ¿Es utópico pedir la prohibición universal de las minas antipersona, de la pena de muerte o de la ablación genital femenina? La historia demuestra que muchos cambios sociales –y cambios a mejor– han tenido su origen en el convencimiento de muchas personas de que ese cambio era posible y necesario.
Vivir en el mundo, ser realistas, es compatible con soñar con otro mundo mejor posible y empeñarse en hacerlo realidad. Algunas personas sienten la llamada a vivirlo desde lo «profético», viviendo desmesuradamente (y a los ojos de muchos con poco «realismo») algún aspecto que llama la atención, denunciando alguna situación de injusticia y anunciando que es posible vivir desde otros valores. Son personas que, aunque incómodas para la sociedad, hacen mucho bien, pues ponen de manifiesto las incohehencias del sistema y visibilizan una forma de vida alternativa. Aunque no todos podemos vivir como ellos (ni ellos mismos lo pretenden), el hecho de que algunas personas vivan así nos ayuda a los demás a tensionarnos –en el buen sentido– hacia esos valores.
«La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos. Camino otros dos pasos y se aleja otros dos pasos. ¿Entonces para qué sirve la utopía? Sirve para eso, para avanzar.» (Eduardo Galeano)
Es imposible no dejar ningún tipo de huella ecológica.
Es verdad. Es imposible pasar por este mundo sin dejar huella. Pero puesto que nos damos cuenta del perjuicio que estamos provocando con nuestra manera de vivir, ¿no es sensato proponerse dejar la menor huella posible? El que no lleguemos a ser 100 % inocuos no nos impide intentar serlo hasta donde podamos.
Quienes predicen un colapso medioambiental son unos alarmistas. Deberían ser más prudentes. No es seguro que nos estemos dirigiendo al abismo…
No es seguro, pero es posible. Y lo que está en juego es lo suficientemente grave como para tomarlo en consideración.
Supongamos que el médico nos advierte de que si seguimos fumando podemos perjudicar seriamente nuestra salud o incluso contraer una enfermedad mortal. Y le preguntamos: «Eso que Vd. me dice, ¿es seguro?». El médico responderá que completamente seguro no lo es, pero que hay muchas posibilidades de que lo sea. Y contestamos: «¡Estupendo! Puesto que no es seguro, voy a seguir fumando»…
Si preferimos evitar riesgos cuando lo que está en juego es nuestra propia vida, ¿no vamos a tener la misma actitud cuando lo que está en riesgo es la posibilidad de que nuestros hijos puedan vivir sobre esta tierra en las mismas condiciones que nosotros?
Supongamos que hacemos caso a esos «alarmistas» y aprendemos a vivir sin contaminar el planeta. Si tenían razón, hemos salvado la vida (y la de las generaciones venideras). Si no tenían razón, ¿habremos hecho un esfuerzo en balde?
Necesitamos proteínas animales. ¿Es posible una alimentación completa y sana renunciando a ellas?
La mejor respuesta a esta pregunta no es un tratado de dietética –que también– sino el ejemplo de tantas y tantas personas vegetarianas que están sanas y gozan de excelente salud (7 millones de vegetarianos en Alemania, 4 millones en Gran Bretaña, por no hablar de países como la India…). Muchas de estas personas no renuncian a las proteínas animales, pues comen huevos y productos lácteos. Otros evitan todo tipo de productos de origen animal. Tanto unos como otros muestran que es perfectamente posible gozar de buena salud sin comer carne ni pescado.
Por otra parte, en los países occidentales se consume más proteina animal de la necesaria, con los problemas de salud que eso conlleva. Ya sería un paso muy importante si redujéramos el consumo de proteína animal.
En cualquier caso, la mejor respuesta es: ¡hagamos la prueba!
Pero el ser humano es omnívoro por naturaleza. Siempre que ha podido ha incluido en su alimentación la carne y el pescado. Es algo normal, natural y necesario.
El que siempre haya sido así no asegura que deba seguir siendo así. Por ejemplo, durante milenios se ha dado por hecho que la mujer es naturalmente inferior al varón, que el ser humano es por naturaleza superior a otros seres vivos, que unas razas humanas son superiores a otras, que la esclavitud es necesaria para el funcionamiento económico de la sociedad, que se debe quitar la vida a los criminales y suprimir a los enemigos, que los gobernantes, reyes y emperadores tienen poder absoluto, que los recursos de la naturaleza están ahí para beneficio del ser humano, que el beneficio económico es el gran valor que rige la vida social… Todo eso se ha visto como «normal, natural y necesario». Y con el tiempo los seres humanos hemos ido creciendo en conciencia y en «humanidad» y nos vamos dando cuenta de que es indigno del ser humano el seguir pensando así.
Durante milenios el ser humano ha considerado normal, natural y necesario el matar animales para alimentarse. Tal vez no haya nada malo en esto. Y tal vez algún día nuestra conciencia nos indique que es el momento de dejar de verlo así.
«Un país, una civilización se puede juzgar por la forma en que trata a sus animales» (Gandhi).
Esto de la ecología es una moda o una cosa de algunos; ya se pasará.
Para ser una moda, no es tan reciente: ¡la palabra «ecología» fue creada en 1869! Y el contenido que hay tras esta palabra es más remoto aún, pues significa, en pocas palabras, el estudio de los seres vivos en relación a sus ecosistemas. Los «ecologistas», las personas que hacen de la ecología una causa digna de valor, defensa y promoción, tampoco son tan recientes. Las primeras actividades del movimiento ecologista se fechan en la década de los años 50 del siglo pasado.
¿Ya se pasará? Al contrario, cualquiera puede constatar cómo la sensibilidad ecológica está creciendo y extendiéndose a ámbitos cada vez mayores de la sociedad. Los cambios culturales, los nuevos valores y preocupaciones compartidos, suelen empezar por un grupo reducido de personas y, de modo normalmente lento, ampliarse a toda la sociedad. De alguna manera, comienzan siendo «cosa de algunos». La historia acaba mostrando si esos pocos acertaron en su nueva visión. ¿Podríamos decir lo mismo de la sensibilidad ecológica?
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