Cuando la naturaleza obligó al mundo a pararse

José Eizaguirre

De una manera que no esperábamos, la naturaleza nos ha obligado a pararnos, a detener nuestro ritmo de vida. El coronavirus, surgido en la ciudad china de Wuhan y rápidamente extendido a todo el mundo gracias a una globalización y movilidad como nunca las ha habido, ha provocado una situación única y novedosa que ha obligado a los gobiernos a adoptar medidas igualmente excepcionales. En España, un «estado de alarma» que confina a los ciudadanos en sus casas y permite únicamente actividades económicas básicas.

Ciertamente, se trata de una crisis. El creciente número de personas infectadas y fallecidas es preocupante, así como dolorosa la soledad impuesta en la que viven sus horas de enfermedad y agonía. También es preocupante la sobrecarga en todos los sentidos a que está siendo sometido el personal de hospitales y centros de salud, así como la posibilidad, cada vez más cercana, de colapso del sistema sanitario. Las repercusiones económicas en buena parte de la población también están ya dejando mella. Con amplios sectores de la economía paralizados, las dificultades para muchas personas son cada vez más severas. Y especialmente difícil es la situación de los más vulnerables: «Dicen que vayamos a casa, pero nosotros no tenemos casa». Y esto en España y otros países occidentales. El coronavirus ya ha llegado a países de África y América con menos posibilidades de protección social.

Junto a todo este dolor, es sabido que en la grafía china el mismo ideograma significa «crisis» y «oportunidad» y, sin dejar de preocuparnos por quienes más sufren y hacer lo que esté en nuestra mano por aliviar su situación, reconocemos que se nos abren muchas ocasiones de oportunidad.

En primer lugar, la oportunidad de pararnos a pensar no sólo qué está pasando sino por qué. En un artículo que se ha hecho viral, la psicóloga italiana F. Morelli reflexiona: «El universo tiene su manera de devolver el equilibro a las cosas según sus propias leyes, cuando estas se ven alteradas». De alguna manera, es como si la naturaleza llevara tiempo gritándonos: «¡Parad ya de una vez!». Pero en realidad no estábamos escuchando su grito, a pesar de las muchas evidencias y voces que llevan tiempo alertándonos.

Hemos hecho, sí, importantes declaraciones, fruto de costosas cumbres y congresos. Muchos ayuntamientos y entidades habían declarado el «estado de emergencia climática». Pero «ahora sabemos que eran declaraciones de mentira porque seguíamos actuando igual, como si tal cosa. Una declaración de emergencia que no altera la vida cotidiana no es una declaración de emergencia» (Esteban de Manuel Jerez).

Es triste constatar que solo cuando la desgracia toca nuestra vida, o amenaza seriamente con hacerlo, reaccionamos. Nuestra comodidad y el equilibrio ficticio en el que vivíamos contribuían a que, mientras la desgracia afectaba a que los viven lejos, habitantes de países en guerra, con hambrunas o enfermedades, hacíamos oídos sordos. Ahora que la enfermedad y la muerte llaman a nuestra puerta y amenazan con colapsar nuestra sociedad, empezando por el sistema sanitario, caemos en la cuenta de que todo está conectado y de lo frágiles que somos. Es triste y humano constatar que solo llegamos a darnos cuenta realmente de ello a través del dolor y de la crisis. Sólo lo que nos duele nos hace reaccionar. Pero, al menos, tiene su lado positivo:

– Nos damos cuenta en nuestras propias carnes de que todo está conectado: «Todos los seres del universo y de la Tierra, también nosotros, los seres humanos, estamos envueltos en intrincadas redes de relaciones en todas las direcciones» (Leonardo Boff: Coronavirus: ¿reacción y represalia de Gaia?). Lo que sucede a una persona enferma en China nos afecta como si nos sucediera a cada uno, como estamos experimentando. Del mismo modo que nuestra manera de comportarnos tiene repercusiones en el bienestar de otras personas y criaturas, aunque no las veamos. Estamos conectados unos a otros y con la madre naturaleza.
– Nos damos cuenta de que nosotros también somos frágiles. Con David Trueba en La distopía nuestra de cada día, imaginamos que el contagio del coronavirus se extiende por Europa mientras que en el continente africano, por las condiciones climáticas, no tiene incidencia. Y que los europeos, desesperados, tratamos de alcanzar las costas de África, encontrando allí el mismo rechazo que hemos levantado aquí: «vete a tu casa, déjanos en paz, no queremos tu enfermedad, tu miseria, tu necesidad».
– Nos damos cuenta de que ¡se está poniendo el cuidado de la vida por delante de la economía! Cuando pensábamos que la carrera tecnológica y consumista era imparable, nos damos cuenta de que podemos consumir sólo lo necesario, movernos menos y dejar de contaminar tanto. «El minúsculo virus nos ha demostrado en unas semanas que lo que a todas luces parecía imposible se puede acometer sin revoluciones ni derramamiento de sangre, sin rasgarse las vestiduras del capital y sin volver al medioevo. Podemos parar el crecimiento desaforado, poder podemos» (Eduardo Soto, El virus que quería abrirnos los ojos).
– Al pararnos y quedarnos en casa, nos damos cuenta de que estamos dando un respiro al entorno natural. El menor nivel de ruidos nos permite escuchar mejor los sonidos de la naturaleza. El aire de las ciudades es más limpio, por el menor tráfico rodado (recordemos que la contaminación del aire es responsable de 4,5 millones de muertes anuales). Hasta el agua de los canales de Venecia permanece día tras día inusualmente limpia, debido a la disminución de la presión turística.
– Muchos trabajadores y empresas se dan cuenta de que la mayoría de sus tareas laborales puede realizarse desde casa, con una tecnología apropiada y generalmente accesible. Se abren así las puertas, al menos para algunos, a un nuevo tipo de trabajo, que supone menos transporte y, por tanto, menor contaminación y mejor calidad de vida.
– El confinamiento forzoso está haciendo crecer la creatividad en el uso del tiempo y especialmente en la solidaridad. Creamos redes de apoyo mutuo, hablamos por teléfono o videoconferencia con quien hacía tiempo que no lo hacíamos. Nos preocupamos unos por otros, nos ofrecemos a conversar y salimos a las ventanas a aplaudir la labor de quienes están dedicados al cuidado de los enfermos y al mantenimiento de los servicios necesarios. Y, a la vez, nos damos cuenta de la ambivalencia que supone el uso de nuestros aparatos mediáticos, entre el agradecimiento porque nos conectan y una insana dependencia que puede llegar a ser agobiante.

No menos importante que lo anterior, nos damos cuenta de que, cuando los expertos en su materia nos alertan de un peligro grave, las autoridades toman medidas y los ciudadanos las comprendemos y aceptamos, aunque nos cuesten. Como cuando, después de corroborar científicamente las consecuencias negativas del tabaco, se prohibió fumar en lugares públicos. Aun siendo una medida impopular, la sociedad estaba preparada para aceptarla; incluso muchos fumadores la comprendieron (y algunos hasta agradecieron que la norma les obligara a fumar menos).

Sabemos que el coronavirus no es la única amenaza de la que los expertos nos alertan, ni la única desgracia masiva que afecta a la humanidad. ¿Por qué no declarar también el «estado de alarma» ante la muerte diaria de niños por desnutrición, los millones de refugiados que huyen del horror o la degradación de los ecosistemas? La ONU acaba de recordar que el cambio climático “es más mortal que el coronavirus”, pues tiene consecuencias sobre la salud, la seguridad alimentaria y el hogar de millones de personas en el mundo, además de alterar gravemente la salud de los ecosistemas terrestres y marinos.

En uno de los últimos vídeos de HOPE-En pie por el planeta (La paradoja generacional, 3 min), se recuerda que los niños, que parecen ser los menos vulnerables al coronavirus, permanecen en casa por solidaridad con las personas mayores, cuya vida sí peligra en caso en infección. Y, paradójicamente, los mayores no estamos siendo solidarios con las generaciones más jóvenes, pues les estamos dejando un medio ambiente degradado y al borde del colapso.

Con la actual prohibición de salir a la calle durante al menos un mes estamos seguramente ante el mayor recorte de libertades de nuestra democracia, algo que la mayoría de los ciudadanos, aunque nos cueste, hemos entendido y aceptado. Si, como vemos, es posible que los gobiernos decreten medidas extraordinarias y la población las comprendamos y asumamos, y ya que comprobamos que «poder podemos» movernos menos, consumir menos y contaminar menos, ¿comprenderíamos y aceptaríamos que los gobiernos, ante la actual emergencia socioambiental, decretaran medidas excepcionales para, por ejemplo, reducir nuestra movilidad o limitar nuestro consumo? ¿Estaría la sociedad preparada para comprenderlo y aceptarlo, aunque nos cueste? Todo ello, por supuesto, acompañado de medidas redistributivas para compensar a los sectores más afectados, como ya se ha aprobado ante la crisis económica debida al coronavirus «con la mayor movilización de recursos de nuestra historia democrática” (Pedro Sánchez).

Y, mientras esperamos y procuramos que llegue ese momento, ¡qué bueno es que algunas personas empecemos ya, voluntariamente, a vivir de otra manera! De una manera más respetuosa con nuestra casa común, más compasiva y solidaria con las personas que sufren las consecuencias del despiadado sistema de producción y consumo en el que vivimos y más integradora de todas las dimensiones de la persona: la salud corporal, afectiva y mental y la profundidad espiritual. Qué bueno es que algunas personas vayamos empujando para que nuestra sociedad, algún día, comprenda y acepte que no podemos seguir viviendo así.

Biotropía se muestra así, una vez más, como un grupo de apoyo mutuo, un grupo de personas que nos ayudamos mutuamente a convertir nuestros estilos de vida y a contribuir a otro mundo mejor posible con nuestra manera de vivir. Grupos de apoyo mutuo; porque conocemos nuestros límites y sabemos que solos no vamos muy lejos. Y porque solo hay una manera de salir de esto: juntos.

Tenemos la oportunidad de darnos cuenta de que lo que está en juego es más que la salud pública o la economía y que, por tanto, la solución sobrepasa las medidas sanitarias o económicas, siempre indispensables. Lo que está en juego es nuestra visión de nosotros mismos en relación con el mundo en el que vivimos y del que formamos parte.

Estamos en un momento crítico de la historia de la Tierra, en el cual la humanidad debe elegir su futuro. Nuestros retos ambientales, económicos, políticos, sociales y espirituales, están interrelacionados y juntos podemos proponer y concretar soluciones comprensivas. (Carta de la Tierra)

 

(Imagen: Chema Barroso/madridiario.es)

  1. Muchas gracias por esta lúcida y alientadora reflexión. Unión de corazón, oración e intención. Desde Roma… Ana Lúcia de Góes

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  2. Muchas gracias.
    Una reflexión que inquieta, cuestiona y abre la mirada… Comprendernos desde esta perspectiva es difícil, pero podemos conseguirlo. Ánimo.

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  3. Ánimo que gran verdad !!
    Nos creemos que somos únicos e individualistas
    Ya nos tocaba abrir ,las mentes y reflexionar

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